En «La llama de Focea» se pueden percibir como tres contenidos entrelazados: la trama principal, los comienzos en Barcelona y la cuestión independentista.
Empezando por esto último, el asunto se incluye tangencialmente y como de paso a lo largo de toda la narración, pero de modo recurrente. Y así, en su conjunto, se pergeña un análisis sociopolítico ponderado y fuera de todo radicalismo, para invitar a la cordura, suavizando la rauxa y potenciando el seny.
Tenemos también, intercalado con la trama principal, el relato que de sus comienzos hace el subteniente Bebilaqua con destino en la Unidad Central de la Guardia Civil. No pretende centrarse en los casos policiales de aquellos momentos, sino en su trayectoria más íntima y vital. Nos abre su pasado más íntimo en Cataluña, tal como ya había hecho en El mal de Cozira sobre sus inicios en el País Vasco. Desvela lo que ya se venía apuntando en entregas anteriores: tensiones amatorias, ruptura de su matrimonio y nacimiento de su hijo. Retazos de su vida como persona, más allá de su pertenencia a la Guardia Civil y sin ser ya “parte de aquello a lo que un día creímos pertenecer”. Con un ligero toque de serena amargura, asume sin reparo sus fracasos y va acumulando claves que ayudan a mejor interpretar al personaje.
La trama principal está centrada en el asesinato de la joven barcelonesa Queralt Bonmatí, mientras hacía el camino de Santiago en una suerte de distanciamiento de los suyos. Una muchacha enemistada con su padre Ferrán, independentista acaudalado a base de negocios no del todo claros. Esta historia base pudiera parecer más que nada vehículo potente para los otros dos ejes de la novela y por ello, quizás resulte un poco floja en su entramado: un angelito caído del cielo le sopla al oído la solución a Bebilaqua. Así, ya se puede.
Por subrayar algo, puede resultar excesivo en el buen rollo. Las relaciones se manifiestan casi en su totalidad como idílicas. Siempre llenas de humanidad y empatía, incluso en aquello que se desvía de lo exigido: guardias civiles, mossos, jefes, subordinados, jueces, … ni una sombra entre ellos. Un mundo de ensueño.
También, con ánimo condescendiente y agradecido, hay que aceptarle al autor el adorno continuado con que se recrea en finas verónicas de erudición. Ya desde el mismo título -necesitado de explicación y ofrecida en el mismo texto- hace un guiño a los clásicos, en este caso a Herodoto como en la anterior El mal de Cozira a Tucídides. Se ve que es una costumbre, su estilo.
En esta línea también, los personajes resultan muy leídos, algo que puede dar impresión de inverosímil, de irrealidad. Se detiene en digresiones sobre libros, novelas y canciones que retardan la acción. Consideraciones sabrosas pero que a veces lentifican. Instruyen y agradan, pero no es lo que, de ordinario, se busca en una novela policiaca.
Quizás todo lo apuntado sea expresión y consecuencia de que -como dice en los agradecimientos – este libro sea en muchos sentidos un compendio de los anteriores, a los que completa y redondea en su significado. Lorenzo Silva nos regala una novela poliédrica, en la que hace relucir con maestría la madurez del personaje principal. Los diálogos son magníficos y llenos de ingenio. También los personajes secundarios adornan y enriquece el relato con su buen dibujo. Cada capítulo empuja a la lectura del siguiente, despertando el afán por descubrir más cosas que suministra en dosis perfectamente mensuradas. Un maestro de la narración.